El Monarca del Sol.
Me había perdido del grupo de excursión desde hacía casi una hora. El sol se encontraba ya en su punto más alto cuando la fatiga y el cansancio me vencieron, y caí rendido sobre el césped. Cuando desperté, distinguí una silueta borroneada que me observaba a contraluz desde un pequeño montículo de piedra. Cuando me logré poner de pie volví a mirar, pero esta ya había desaparecido. Fue la primera vez que vi al Monarca del Sol.
El Monarca del Sol vivía sólo en el bosque y sólo se alimentaba de lo que podía cazar. Se había construido una pequeña choza con algunos troncos, palos y ramas que pudo reunir. Su edad no la podía saber, pero es fácil que fuera mi abuelo. Su tez, algo morena, estaba agrietada y curtida por la exposición constante al sol, y sus manos callosas y sucias, reflejaban el enorme esfuerzo que significa sobrevivir en medio de la naturaleza.
—Con unos cuantos arreglos, usted fácilmente podría ser el monarca de un país –le dije un día mientras trepábamos un cerro—. Sus ojos verde agua y su gran estatura, sumados a su fortaleza física cumplen a cabalidad con los aires de un mandatario.
—El viejo se detuvo y volteando hacia mi me respondió sonriendo:
Un monarca no se mide por su apariencia física ni su color de ojos. Un monarca ni siquiera tiene que ser conocido como tal. Si se tratara de ser un monarca, sólo podría ser el del bosque, o del río que me da de beber, o el de mi choza, o de Ókupus. Y ni siquiera me siento con capacidad para gobernarlos a ellos.
—Yo creo que usted debería ser el Monarca del Sol. Ese día que usted me cuidó cuando me encontró desmayado en el suelo, al despertarme y ver que el sol estaba detrás de usted, como si su cabeza le hiciera un eclipse, me dio la sensación de que era una especie de Dios, un rey, el Monarca del sol.
El viejo se echó a reír y siguió escalando el cerro.
El Monarca del Sol se ayudaba al andar con una vara gruesa e intrincada que sobrepasaba su propia estatura. Era una especie de báculo, pero era de una madera extraña. Por más que busqué el árbol del cual había la sacado, no lo pude hallar. Sus harapos, al contrario de lo que se pudiera creer, no estaban sucios, pero sí que eran bastante oscuros. Quizás se daba el tiempo de lavarlos periódicamente en el río Jairo, que bajaba serpenteando por los valles y que pasaba justo detrás de su choza.
—¿Por qué me volviste a buscar? –me preguntó el Monarca un día que pescábamos en el río.
—No lo sé. Como sabe, no tengo amigos y soy huérfano. En el hogar de niños me tratan muy mal. Quizás por eso lo busqué. Tal vez quería ser su amigo. No lo sé.
El viejo siguió pescando concentradamente como si algo estuviera pensando. Miraba el agua agitarse al chocar contra las piedras, con la cabeza gacha, y los hombros caídos.
—¿Somos amigos Monarca?
El Monarca me miró con esos dos lagos quietos y profundos.
—No quiero hacerte daño. Somos muy distintos. Tu eres un niño y yo soy un viejo. He decidido vivir alejado del mundo porque algún día viví en él y sé lo que se siente herir a las personas que amas. He decidido privarme de sentir emoción por otro ser humano porque tarde o temprano quebraré su corazón y eso me dolería demasiado.
Por los verdes ojos del Monarca, brotaron gruesas lágrimas que rodaron por su endurecido rostro y se perdieron en el torrente del río. Esa tarde no pescamos nada y tampoco dijimos más palabras durante el resto de la jornada. Cuando me devolví al hogar, la señora Madarlaga me esperaba enfurecida por haber llegado más tarde de lo debía. Sólo nos dejaban ir a las quebradas dos veces a la semana y no podíamos llegar después de que cayera la noche.
El pasado del Monarca era un misterio. El Monarca nunca hablaba de su pasado. Yo tampoco quería preguntarle nada por el enorme respeto que le tenía. Cuando el Monarca se iba de cacería, yo me quedaba jugando con un mapache que tenía de mascota, de nombre Ókupus, y que era bastante ágil trepando árboles y atrapando bellotas. Cuando el Monarca volvía, disfrutábamos de una comida hecha en base a conejo, pescado o algún zorro, los que eran cazados con una lanza hecha de madera con punta de piedra. El Monarca tenía un brazo muy fuerte y además poseía una excelente puntería.
Con el Monarca solíamos correr mucho, y al principio llegué a subestimarlo por la edad, pero resultó ser un rápido atleta y al final me ganaba todas las carreras a través de la pradera. Solía decirme que disfrutara de la naturaleza, pues al final era lo único que nos quedaba.
—Todo lo material que puedas llegar a tener en tu vida lo vas a perder algún día, pero siempre, incluso cuando mueres, vuelves a formar parte de la tierra.
Su larga y canosa cabellera se mecía con el viento cuando este corría muy fuerte y alzaba su báculo al cielo con las manos extendidas y cerrando los ojos lloraba mientras reía.
Un día el Monarca me dijo:
—Quiero que sepas que no nos queda mucho tiempo de vernos ya que pronto tendré que marchar.
—¡Te vas a ir! Pero adonde irás, si este bosque es tu reino —repliqué angustiado.
—Tú mismo dijiste un día que mi monarquía estaba en el sol y no en el bosque. Al parecer tenías razón. Pronto partiré y no nos veremos más. Es algo que debes asumir.
No escuché más y salí corriendo. Mis lágrimas iban quedando atrás sobre la tierra y las horas del bosque, quizás alguna se perdió también en el torrente del río como le pasó al Monarca ese día. Tal vez nunca lo quiso aceptar, pero en realidad éramos amigos. O tal vez el Monarca tenía razón y al fin y al cabo terminaba haciéndole daño a la gente que él quería..........que él quería. Eso quería decir que sí me quería.
Esa noche no pude dormir. Me daba vueltas y vueltas en mi cama, pero el recuerdo del Monarca giraba también en mi cabeza. Pese a ser una noche de invierno, con un frío congelante que se paseaba por el ambiente, yo no sentía nada. De pronto me sobresaltó un rasquetear en la ventana. Pensé que era parte de una alucinación de insomnio, pero el ruido continuó. Parecía que golpeaban la ventana de mi cuarto. Encendí la luz de mi lámpara y fui a mirar. No había nadie en un primer vistazo, pero observé mejor y ahí estaba. Era Ókupus. Abrí la ventana y lo tomé entre mis brazos. Tiritaba y gruñía como tratando de decirme algo. Mi corazón se aceleró y pensé que algo le había ocurrido al Monarca. Acostumbrado con mis compañeros a efectuar sendas fugas nocturnas, no me fue difícil vestirme rápido y salir del hogar con Ókupus en mis brazos. Con la prisa se me olvidó llevar una linterna, pero ya me sabía de memoria el camino a la choza del Monarca. Cuando llegué, el Monarca estaba tendido en un borde sobre unas hojas de palma. Su mirada era vaga y un sudor seco corría por su cara. Me acerqué rápidamente y arrodillándome su lado lo abracé.
—No me queda mucho tiempo, finalmente moriré. Conoceré el sol del que seré Monarca, un sol más allá de este universo. Un sol que me dará el calor que el sol de este mundo no me pudo brindar.
—Monarca, yo no quiero que te mueras—. Las lágrimas de mis ojos inundaban mi mejillas por completo.
—Te protegeré desde donde me encuentre, ten la seguridad de que velaré por cada cosa que hagas querido amigo.
Cuando me llamó «amigo» desahogó su llanto contenido, y junto con él lloré hasta que perdí el sentido. Cuando desperté el Monarca ya no estaba.
Hasta el día de hoy es para mí un misterio su desaparición. Recuerdo que salí a buscarlo por todo el bosque, pero no hallé rastro de él. Me detuve en una loma y con Ókupus en mi hombro me senté y descansé. Miré hacia el sol, haciéndome sombrilla con la palma de mi mano y me pareció ver la silueta del Monarca con su báculo caminando sobre el astro rey.
Han pasado treinta años desde entonces. Cuando salí del hogar, estudié publicidad y me casé con una compañera con la cual tenemos dos hijos. Hoy estoy de vuelta en el lugar donde estaba el hogar. Del hogar solo queda un edificio viejo y abandonado. Pareciera que la soledad lo hubiera devorado. Quizás la muerte del viejo le quitó vida al bosque. Al recorrerlo encuentro unos palos amontonados carcomidos por la humedad y la selva. Seguramente lo único que queda de la choza. “Ókupus VI”, me señala algo que se esconde detrás de unas plantas. Es una vara larga. El bastón del Monarca. Voy corriendo con ella y me subo a la loma que se solía subir el viejo y alzo las manos al cielo cerrando mis ojos. Cuando los abro me parece ver allá en el cielo, los ojos claros, la sonrisa amplia del Monarca del sol.
Javo, 2001.