27 de agosto de 2013

Intra Sensorial

"Intra Sensorial" es un cuento que escribí en Octubre del año 2007 para el concurso de cuentos del Foro de la Comunidad Silviófila. Sin mucha fe logré el primer premio gracias a todos los que votaron por él.

Intra Sensorial

 (A la memoria de Guido)

Y pensar que casi me pierdo en las montañas de la locura. Y todo fue por darle la mano a un desconocido. La vida contra la muerte, la mujer, la lucha, los ideales, la amistad, el amor, la imaginación y la creatividad, la música, todo el ser humano. Pero toda historia tiene su principio, su génesis, y es lo que paso a narrar a continuación. Una mañana primaveral, fresca como el océano es y envuelta en un manto de sol y una brisa exquisita, zarpamos en el “Lucila III” desde España con la firme y arraigada convicción de dar la vuelta al globo terráqueo. Y es que ese era un sueño que de adolescente compartía con Guido, amigo con quien de niño vivimos siempre incontables momentos, algunos buenos, otros mejores, y los malos también. Y ese sueño de travesía pudo ser producto de las numerosas lecturas relacionadas con el mar, o quizás algo que nos venía en los genes, pues ambos tuvimos abuelos que nos legaron un baúl el cual contenía material de las mil y una aventuras por los siete mares por las que habían pasado. Trabajamos duro por un periodo de 14 meses en los cuales logramos reunir el dinero suficiente para el viaje. El primer medio de transporte nos saldría casi gratis, ya que nos ofrecimos como ayudantes marineros en una embarcación que zarparía hacia América con un nutrido cargamento de libros en su vientre. Había que pensarlo todo muy bien y hubo tiempo de sobra para eso. Confieso que el nerviosismo, la impaciencia y la ansiedad me carcomían, y no pensaba en otra cosa que todas las aventuras que no esperarían. Guido era más fuerte que yo, de una contextura gruesa que contrastaba un poco con un rostro fino lo que en su conjunto le otorgaban aire de buena persona. En cambio según siempre me decían, mi baja estatura y una mirada muy penetrante me caracterizaban como un tipo con el cual no era bueno meterse. Sin embargo todas estas impresiones vagas en un principio se desvanecían cuando me conocían mejor. Los primeros días del viaje fueron magníficos. El clima se comportó muy bien y cuando no teníamos trabajo gustábamos con Guido de abrir alguna caja con libros y leer, leer y leer. Don Carlos, capitán del “Lucila III” nos tomó mucho cariño, así como el resto de la tripulación compuesta aproximadamente de diez hombres entre dieciocho y cuarenta años, sin contarnos a nosotros mismos. Verdaderamente pintaba a ser un viaje de verdad idílico. De noche nos reuníamos y cantábamos, bebiendo ron, fumando tabaco, contando historias, y todo esto ya me parecía un poco extraño, algo malo tiene que pasar siempre en estas circunstancias. Y no me equivoqué. Llevábamos alrededor de un mes a bordo y empezaron a ocurrir cosas raras. El primer episodio misterioso fue la desaparición de Don Carlos. Su asistente golpeó la puerta de su habitación y al no recibir contestación se avisó al resto de la tripulación. Forzando la cerradura logramos entrar y observar su camarote, perfectamente vacío. Estaban las sábanas tiradas, su ropa, todo, menos él. Inmediatamente nos pusimos a registrar cada rincón de la embarcación y pasamos toda la mañana en eso sin lograr éxito en dicho cometido. La única posibilidad que quedaba era que se hubiera lanzado al mar, pero esa teoría se contradecía con el hecho de que no pudo salir nunca de su habitación por encontrarse herméticamente cerrada y con el seguro por dentro. Guido era muy inteligente, siempre se pasaba resolviendo enigmas de todos los tipos e incluso llevaba un cuaderno en los cuales iba registrando sus problemas de ingenio. De este modo fue inevitable que el extraño suceso de la desaparición del capitán despertara en mi amigo la más apasionada curiosidad. Pero la verdad es que no había manera, sólo la explicación del desvanecimiento instantáneo, lo cual era fantástico, increíble. El segundo episodio de misterio fue la falla de los artefactos de navegación. La mayoría de ellos presentaron comportamientos erráticos y el resto falla total. Don Carlos llevaba dos días desaparecido y al mando de Lucila había quedado Ernesto, el asistente del capitán y persona de confianza del mismo. Fue él nuevamente quien nos alertó sobre lo que estaba pasando y lo grave que era la situación; el estado en que nos encontrábamos, prácticamente a la deriva, nos hacía pensar en lo peor. A la mañana siguiente de ese último suceso, ocurrió lo más extraño. El sol no apareció. No digo que haya amanecido nublado, sino que la noche no acababa, no se iba, la luz no llegaba. Al principio el hecho fue atribuido a la falla de los relojes y a una confusión humana en la percepción de la hora, pero en la medida que las horas iban pasando, y ya a todos se les quitó el sueño, y nos dio hambre y comimos normalmente, un temor comenzó a crecer en nuestros corazones. Seguía siendo de noche y el reloj biológico que cada uno llevaba dentro no podía estar averiado. No había luna tampoco, ni estrellas; estábamos envueltos en la más negra de las oscuridades. El hecho sembró el miedo y un pánico descontrolado en la tripulación, sobre todo en los más jóvenes. Habían estado ocurriendo cosas que no eran explicables racionalmente y a pesar que nadie hablaba de ello (nadie quería hacerlo) se respiraba en el aire el pavor que esto provocaba. Pasaron por lo menos unos cuatro días así. Nos encontrábamos con Guido en la Proa de Lucila apoyados en la barandilla mirando el mar, cuando percibimos un cambio en la brisa. Comenzó a hacer mucho calor y el viento dejó de correr. Al parecer esto se percibió con mayor intensidad al interior de las habitaciones pues todos los hombres salieron a cubierta para estar más frescos, pero lo cierto es que no lograron aplacar su calor. De pronto se hizo una claridad que venía bajo del mar. Era algo así como una luminiscencia blanquísima, que le otorgaba al agua un aspecto lechoso. Mitad mareados, mitad estupefactos, todos quienes estábamos en la embarcación vimos como empezaba a surgir del océano una estructura desconocida por todos nosotros. No era comparable con ninguna cosa que haya visto en mi vida o pueda imaginar. Incluso parecía no estar hecha de algún material en concreto y lo único que podía ver era como el agua escurría por su superficie luminosa. Quedamos enceguecidos con las luces que comenzó a emitir al tiempo en que un sonido ensordecedor comenzaba a hacernos pedazos los tímpanos. Entre toda esa locura, pude distinguir entidades que se materializaron en la cubierta y que se desplazaban a una velocidad altísima, desvaneciéndose y reapareciendo por distintas partes, al lado de cada uno de nosotros. Las entidades eran transparentes, como fantasmas, y tenían cierto aspecto humanoide. De ellos se disparaban ciertas luces tubulares las que parecían inmovilizar a quien tenía la mala fortuna de cruzarse en su trayectoria, y es que a esas alturas todos se encontraban arrancando por sobre la cubierta. Guido y yo nos arrojamos al mar en medio de tamaño espectáculo. El agua estaba muy fría lo cual me sorprendió mucho, pero fue algo que medité muchísimo después ya que en ese momento sólo me avoqué a nadar y nadar. Habrán pasado diez minutos cuando me percaté que mi amigo Guido ya no estaba a mi lado. Desesperado di media vuelta y al hacerlo el panorama era desolador. La estructura chorreante de luz se acercaba hacía mí rápidamente. Ya no podía ver el barco, y cuando estaba buscando desesperado a Guido, un ruido peor que el anterior me dio en la sien y la cosa volátil me lanzó un una luz que me hizo perder la noción del espacio y el tiempo. De ahí no recordé nada más. Había perdido el conocimiento por completo. Desperté con un sabor a agua salada y mi boca llena de arena. Mareado aún lo primero que vi cuando abrí los párpados pesados fue un cangrejo que me miraba con ojitos asustados. Logré incorporarme como pude. Mis ropas estaban hechas unos harapos. Había pedazos de tablas del “Lucila” más allá y un cuerpo humano que las olas movían a un compás irregular. Era el cuerpo de Guido. Estaba muerto. Yo no entendía nada. Era como un sueño. El agua de mis lágrimas se fundía con la de mar que rebotaba en mis pies descalzos. Grité de rabia e impotencia. Aparte de eso todo parecía estar calmado. Era una playa de algún islote en el que me encontraba. Con Guido, el amigo de mi infancia a mis pies. Me agaché para ver si estaba vivo aún, lo que pensé improbable, y fue justo cuando le toqué en el cuello que sucedió mi primera experiencia intra-sensorial que iba a tener a lo largo de mi existencia. Viajé a otra dimensión. No era sueño, era muy real, tanto como ustedes sienten real el momento en que leen este texto. Todos mis sentidos activados y mi corazón muy tranquilo. Fue un segundo para el resto del universo, pero un millón de veces eso para mí. Había entrado en el mundo interior de Guido, a su pasado, su presente y su porvenir. Estaba parado en un hilo de una red sobre la que se sostenía toda su existencia, toda su alma, todo su ser. Podía desplazarme entremedio de sus emociones, de sus sueños; había ideas ahí, me vi a mi mismo, pero desde un punto de vista diferente, era como él me veía, pude sentirme como él se sentía. Nunca lo entendí mejor, podía recorrer los laberintos de una mente humana ajena a la mía con total libertad. En ella pude ver que Guido nadando al lado mío fue alcanzado por una corriente submarino que lo desestabilizó y dio vueltas y vueltas hasta hacerlo perder la conciencia y lo arrastró hasta esta isla desconocida. Me puedo ver a mi mismo llorando, y tocándolo, de forma recursiva. Vi su muerte al momento de golpear su cuerpo en los arrecifes. Me concentré y aparecieron sus acertijos, todas las soluciones. Era un pequeño Dios en Guido. Tomé algo de conciencia y me separé de él retornando al universo presente. El don que acababa de recibir de fuerzas desconocidas era demasiado para mí y me costaba controlarlo. Me costó enterrar a Guido; cada vez que le tocaba sus ilusiones deshechas me entumecían. Cuando descansaba en la noche, miraba las estrellas y me preguntaba qué iba a ser de mi vida. Viví de la isla muchos meses, no sé cuantos. La bauticé como Isla de Guido en honor a mi camarada. La Isla de Guido me proveyó de todo lo necesario, pues contaba con numerosos árboles frutales lo que complementaba con el pescado y marisco que pude tomar del mar. Nunca supe en donde estaba específicamente y la soledad comenzaba a hacerse la más fría amante que pude encontrar. Pensé en suicidarme adentrándome en la mar y dejando que me lleve, pero no tenía el valor. Me acordaba de Guido y de los sueños que teníamos los dos. Me acordaba de las extrañas circunstancias en las que había caído mi vida. Qué extraño destino. Qué cruel. Un día en que lloré mucho decidí poner fin a mi vida. La naturaleza no me había tratado tan mal en la isla, pero ella podría arreglárselas sin mí sin ningún problema. El mundo podría seguir sin mí, no cabía duda. Decidí hacerlo de noche. Esperé a que las estrellas estuvieran muy altas en el cenit y comencé a nadar lentamente mar adentro, mar adentro. Cuando me cansé ya no divisaba la isla y estaba aclarando, estaba llegando el nuevo día. Me abandoné a la mar entonces. En ese preciso momento ocurrió algo inesperado. De la nada apareció una embarcación que me había visto y se dirigía hacia mí. Yo medio ahogado ya, intenté a chapotear en el agua, pero mis fuerzas no me lo permitieron. Mientras me hundía alcancé a ver como un muchacho saltaba de la embarcación y buceaba hacia mí para rescatarme. Pero yo me hundía. Nada podía salvarme. En un último aliento abrí los ojos y vi su rostro casi encima mío. Extendió su mano y comenzó el viaje más maravilloso de mi vida. Conocí a Silvio Rodríguez. Al sólo contacto con su piel sentí una corriente eléctrica que me transportó a su dimensión, una dimensión infinita. En ella pude viajar por su presente, pasado y futuro y recorrerlo sin ningún tipo de apuro, con paz total. Era como una galaxia en la que había planetas multicolores. Un unicornio de color azul viajaba por el universo cual cometa dejando una estela de estrellitas con su cuerno de añil. Con el cuerno recogía numerosas notas musicales que flotaban por todo el espacio. Había blancas, fusas, semicorcheas. Había silencios y llaves de sol con las que podías abrir puertas de todas las formas y de todas las tonalidades. En uno de los planetas estaba Che y de su cabeza salían sus ideas en formas disímiles y concretas: tenían la forma del fuego y del agua, el color del tiempo y el sabor de la revolución. Bajo los planetas se observaban caricaturas diversas que Silvio dibujaba. Silvio estaba en todos lados, de niño, de joven, de adulto y de viejo. Sobre su guitarra flotaba entremedio de sus ideas, cantando todas sus canciones a la vez. Emilia y todos los amores de Silvio bailaban sobre las cuerdas de la guitarra danzas de los más extraños ritmos. Sin conocer Cuba, pude conocerla a través de lo que Silvio me emitía. El malecón, la Casa de las Américas, sus compañeros trovadores, sus hijos, su familia, sus conciertos, parecía que todo podía tocarse y verse. La dimensión de su imaginación estaba compuesta por montañas y montañas de locuras, de ideas y me lancé a recorrerlas sin temor. Casi me pierdo entre tanta creatividad. Un mayor del ejército me invitó a elevar un papalote hecho por un viejo negro. Martí me recitaba sus poemas con las piernas cruzadas en el pasto. Abel Santamaría me ilustraba viajando de planeta en planeta su Canción del Elegido y el asalto al cuartel Moncada. Los angolanos me cantaban aceitunas y en Vietnam Silvio bloqueaba bombas con su guitarra. Abrazado con Victor Jara y Violeta recorrimos las calles de Santiago de Chile y fumamos un habano con el presidente. Silvio me presentó a la muerte, cuya forma tomaba a veces la de una bella mujer y otras las de un abstracto miedo en forma de serpientes de veneno, cuya presencia me dio la labor de matarlas y ver sorprendido como reaparecían más grandes aún. Silvio me mostró cómo eliminarlas con tréboles de la sien. ¿Cuántas veces al día merecemos la muerte?, me preguntó. Tuvimos que agacharnos porque una flota de navecitas blancas, delgadas y nerviosas casi nos vuela la cabeza. De todas formas tuve que saltar sobre un asteroide que venía porque el aleteo de las mariposas produjo un cambio en el viento provocando un torbellino en el suelo y una ira que subió hasta transformarse en un rabo de nube. En el mundo de Silvio me sentí como el hombre de Maisinicú, con ojos profundos como de guardián del sol, y era que el sol del universo silviófilo no me dio de beber, por lo que inexplicablemente busqué una canción con la que me entretuve la sed. Me sentí un matador lleno de ira humana, vinieron ráfagas de guerra, vinieron ráfagas de odio, de días y de flores, de lluvia y llanto, una mujer se convirtió en fantasma y otra se desnudó quedando con una sombrilla solamente. Hicimos el amor en su ventana y el rey de las flores se quejó: era nuestro vecino. Pasó una gaviota volando y miré a Silvio quien vestido de joven soldado y con su guitarra en mano me cantó sobre la familia, la propiedad privada y el amor. Había un río que cruzaba los planetas, y desde el cementerio, en tumbas altas y blancas resucitaban los muertos que salían a la calle llena de colores. Silvio buscaba su unicornio convertido en meteorito zigzagueante, seguido por un vagabundo del espacio. ¿En cuál de esos planetas quedas tú?, le gritaba sin obtener respuesta. El amor, el Eros, adoptaba diversas formas de la naturaleza, y cuando adoptó la de una hermosa mujer que se lavó su cara en una gota de rocío, Silvio cantando que de niño la había conocido entre sus sueños más queridos, me hizo llorar. Un piano y muchos libros volaban ahora junto las mariposas blancas y junto al papalote se desaparecieron entremedio de las nubes de alivio que se transmutaban en diversas formas: un cangrejo, un reloj, una flor, catedrales de cera y algodón, molinos, hombres del oeste, etc. Luego volvieron a aparecer esos libros encima de un tren que los transportaba llevándoselos, según me contó el maquinista Pablo, a algún lugar en Casiopea. Desperté sobre la cubierta del Playa Girón el 6 de diciembre del año mil novecientos sesenta y nueve, con una tripulación de cubanos y ese chico sentado al fondo con su guitarra mirándome de reojo. Se me reanimó, me dieron de beber un café caliente, que hacía tiempo no bebía y que me resucitó todos los músculos del cuerpo. Lo cierto es que jamás volví a tener el don. Por más que toqué a las personas no resultó nada. Silvio no me conversó mucho, tal vez a él también le pasaron cosas cuando me tocó. Ha sido lo único maravilloso que me trajo el don que las entidades me dieron. Le agradecí por salvarme y él me dijo que por nada, que era algo natural salvar vidas humanas, que prefería hacer eso a salvar cualquier cosa inventada por el hombre.


 Fin


Autor: Javier Toro Rodriguez (Reijavo)

2 comentarios:

Leandro Fojo dijo...

Muy hermoso cuento Javier, a la memoria de Guido, de los sueños compartidos, del Amor a Silvio y su Universo de Belleza y Vida.

Leandro Fojo dijo...

Muy hermoso cuento Javier, a la memoria de Guido, de los sueños compartidos, del Amor a Silvio y su Universo de Belleza y Vida.